viernes, 13 de febrero de 2015

¿REVOLUCIÓN PACÍFICA? RBC sobre el triunfo de Syriza en Grecia

Al calor de la victoria de Syriza en las elecciones griegas de 25 de enero pasado o el auge en las encuestas de Podemos en España, cabe preguntarse –y preguntar-, por enésima vez, si es posible una revolución socialista sin violencia. Si es posible avanzar hacia el socialismo por la vía electoral burguesa. O lo que viene a ser lo mismo, si es que cuando los comunistas afirmamos que tal cosa no sea posible, lo decimos por una especie de pasión dinamitera que se habría apoderado de nosotros y de la que nos resultaría imposible librarnos.

Entre los comunistas de todo tiempo ha sido y es recurso frecuente acudir al argumento de autoridad: que si la partera de la nueva sociedad de que anda grávida la nueva, que si la inexcusable necesidad de educar a las masas en la idea de la revolución violenta, que si Engels en su Anti-Dühring... A lo que los viejos –tan viejos como la traición- vendedores de crecepelo político de toda laya y época –los de ahora con coleta y sin corbata- responden con el terrible adagio castellano que reza que “más vale un burro vivo –es decir, ellos- que un filósofo muerto –es decir, Marx, Engels o Lenin”.

Así que nosotros no vamos a recurrir al argumento de autoridad, aunque dejando claro que tampoco vamos a ponernos a bailar al son de los rebuznos, por muy profesorales que vengan entonados.

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La política reformista, la que plantea de buena fe la pacífica evolución hacia el socialismo, sería merecedora de recibir el más entusiasta apoyo de los comunistas si las clases sociales no existieran, si en caso de existir, no tuvieran intereses particulares y opuestos, y aun en el caso de tenerlos, si no estuvieran dispuestas a defenderlos, incluso violentamente. El único criterio que nos puede permitir determinar –¡con certera razón y no sólo con buena fe!- si esas condiciones son, o no, producto de la imaginación de los comunistas es el análisis del devenir histórico.

Y el hecho es que, por de pronto, ese análisis demuestra dos cosas: que la política reformista no sólo ofrece, por mucho que lo disimule, un programa político con una orientación de clase específica, sino que ella misma –la política reformista- es producto también de un momento histórico determinado, de una concreta relación de fuerzas entre clases. Y ese momento, esa relación de clases, se caracteriza por la grave crisis general de la burguesía dominante y, paralelamente, la transitoria incapacidad de la clase obrera y del resto de clases populares para ocupar su lugar.

De esa especie de apnea histórica es, precisamente, de donde surge el programa político de la política reformista, última oportunidad, en apariencia, de que la sociedad en su conjunto recobre el aliento perdido.

Es rasgo típico del programa reformista –en el mejor de los casos- que la posibilidad de aplicación efectiva de sus aspectos más socializantes y avanzados se haga descansar en la debilidad, sobrevalorada, de la gran burguesía, y no en los vigorosos brazos de la clase trabajadora organizada. Y es lógico que así sea, pues la clase obrera está excluida a priori de la elaboración de dicho programa. Y no sólo por su propia debilidad orgánica transitoria, sino porque, sobre todo, ese programa está concebido como una supuesta tabla de salvación de la sociedad toda, al margen de los intereses radicalmente opuestos de cada clase. Ese programa es reflejo, esencialmente, de las ilusiones políticas de la pequeña burguesía, ilusiones en que se amalgaman el orden social burgués en su versión más prosaica e idílica –la del tendero hecho a sí mismo- y una ética socializante que nace de un sentido vago de la igualdad humana.

Se podría decir que el éxito puntual, electoral, de la política reformista reside en plantear medidas de tipo socialista, pero al margen de la clase que tiene en el socialismo, precisamente, su programa, lo cual no obsta, como es lógico, para que al carro del supuesto “cambio” se suban todo tipo de aventureros de la clase dominante.

En esas condiciones, es decir, al haber prescindido de toda la capacidad creativa y destructiva de la clase trabajadora organizada y una vez disipada en el poder la niebla de los intereses nacionales y de la sociedad en su conjunto, ¿qué margen de maniobra queda al reformismo político para adoptar medidas que chocarán frontalmente con los intereses de la clase burguesa dominante? ¿Con qué fuerza de choque contará el reformismo para defender su vía pacífica al socialismo? ¿Cómo hará frente a la reacción, a su ejército, a su policía o a las bandas fascistas que, sin duda, organizará?

Aquí la experiencia histórica es varia: desde el grandioso levantamiento revolucionario de la clase obrera y campesina española, que arrancó al gobierno pequeño burgués en el poder las armas para enfrentarse al golpe fascista del 18 de julio del 36, hasta los típicos gobiernos socialdemócratas europeos posteriores a la I Guerra Mundial, tanto o más reaccionarios que la reacción misma.

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Supuestas las buenas intenciones y tras el episodio histórico de Salvador Allende, el único expediente de los “cataplasmeros”, como los llamaba Blasco Ibáñez, es siempre el del programa político mínimo y el programa moral máximo. Y eso es, con toda probabilidad, lo que veremos en Grecia y en España, si se llega a dar el caso. Porque no asistiremos a su salida de la OTAN –como hizo De Gaulle, en Francia-, ni a la nacionalización de su banca –como hizo Mitterand, también en Francia-, ni a la proclamación de la república burguesa, ni a la autodeterminación de las nacionalidades históricas. Ni siquiera de estas medidas, llevadas a cabo por gobierno burgueses en otros momentos históricos, serán capaces Syriza o Podemos, por la sencilla razón de que carecen de fuerza para ello.

Eso sí, en su lugar, veremos mucho maquillaje político, mucha caridad laica, mucho animalismo, mucha ONG, mucho feminismo, mucha PYME…

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Si por una especie de lotería histórica el KKE se viera mañana con el poder en las manos, ¿no estaría en la misma situación de hecho que Syriza? ¿No se le escurriría entre los dedos un poder que no está en condiciones de defender porque, como ocurre con tantos y tantos partidos llamados comunistas, ha renunciado a la acción político-militar? ¿No hay una gigantesca contradicción entre jugar a la democracia, como Syriza, y exigirle que adopte medidas revolucionarias que tampoco podría defender el KKE en el seguro contraataque de la burguesía?

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